sábado, 2 de diciembre de 2017



París, hoy en día

 

Uno

 

El lento traqueteo del ascensor distrajo a Patrick. Era uno de esos viejos aparatos de fierro trabajado, con puerta corrediza, molduras de madera oscura y un espejo ya opaco por los años, que subía y bajaba al costado de las escaleras. No quedaban demasiados de esos en París. Se observó de reojo en el espejo. Quizás fuera por la poca luz o a causa de los días en vela, pero la imagen que vio fue la de un hombre muy cansado. Estaba acostumbrado a trabajar bajo presión. Pero las últimas dos semanas habían sido extrañas, tensionadas, agotadoras. A pesar de ello, a sus cuarenta años todavía mantenía el estilo de viejo deportista y el cabello oscuro intacto. Solo alguna arruga le marcaba la frente y los costados de los labios.

Había estacionado a pocos pasos de la puerta del edificio. A esa hora, unos minutos luego de las seis de la tarde, era un milagro encontrar dónde dejar el auto. Quedó en verse con Marie Claire en su apartamento de la rue Jacob. La había llamado en la mañana, cuando ella estaba dando clases en el Conservatorio. En forma muy escueta, como era su costumbre, le indicó que pasara por su casa a esa hora y colgó.

Debe seguir enojada conmigo, pensó Patrick mientras el ascensor comenzaba a frenar al llegar al piso cinco, el último. Se conocían desde hacía no más de tres años. El flechazo fue casi instantáneo. Se cruzaron en la exposición de los Stradivarius, invitados por el curador de la muestra. Ella, a esa altura, ya era una pianista de fama muy extendida en Europa y solía ser invitada a muchos acontecimientos culturales, no solo porque su nombre realzaba cualquier evento, sino porque su belleza clásica y elegante podía alegrar hasta el velatorio del personaje más querido de la ciudad.

Patrick abrió la puerta del ascensor y la luz se encendió en el corredor. Con una carpeta apretada bajo el brazo, avanzó unos pasos hasta la puerta del apartamento de Marie Claire. Dudó unos instantes antes de tocar el timbre. En realidad, no sabía si estaba haciendo lo correcto.

La última vez que estuvieron juntos, en ese mismo piso parisino hacía algo más de dos meses, ella le había echado con gritos destemplados. Había descubierto que Patrick le era infiel. Una foto suya tomando una copa de vino blanco con una modelo española en la exposición de pinturas de Jean Claude Olivier, aparecida en el sector de fiestas y eventos de una revista de moda, fue suficiente para que la pianista armara una tormenta. Patrick se defendió negando todo. Por supuesto, bien sabía que la noche con la modelo había sido una de las mejores de su vida. Pero cuando, acorralado y con toda calma, le recordó a Marie Claire que ellos no tenían ningún entendimiento formal, vale decir, que ellos no eran novios ni nunca lo habían sido, que siempre se habían dado todas las libertades posibles y que él sabía de su romance con un colega del Conservatorio de Música y nunca se lo había reprochado, la mujer, pálida de la ira, se limitó a señalarle la puerta con un dedo tembloroso.

Esa madrugada, Patrick se retiró pensando que a veces se gana y otras veces se pierde. Pero ahora la situación era distinta. No estaba retornando para pedir disculpas ni para reiniciar un romance siempre tormentoso con la diva del piano, sino que estaba ahí para consultarla en virtud de su profesión.

Esperó un instante, tocó el timbre y la puerta se abrió.

Como en una película de los años de oro, Marie Claire Vandemberg le recibió vestida con un robe de chambre estampado con arabescos azules, un cigarrillo en una mano y todo el hielo del universo en sus ojos. Rita Hayworth con el pelo corto, se dijo Patrick, sabiendo que junto a su maestría para interpretar los Études de Chopin, la mujer podía desplegar una maldad casi asesina usando su belleza como arma letal.

-         Hola… - dijo Patrick.

Por toda respuesta recibió un imperceptible movimiento de su cabeza, indicándole que entrara. Le dio la espalda con indiferencia y dejó a su invitado la tarea de cerrar la puerta.

-         Conoces la casa – dijo Marie Claire con voz neutra – Si quieres servirte algo de tomar, ya sabes dónde está el bar. Yo vuelvo en un momento.

Patrick la vio desaparecer por el corredor que daba al dormitorio, avanzó unos metros, se quitó la gabardina y se dejó caer en un sillón de tres plazas, mullido y muy amplio. Se aflojó la corbata y con los ojos cerrados hizo un pequeño paseo por su memoria. Los olores de ese apartamento lo transportaban a jornadas de placeres gloriosos y conciertos íntimos, a largas noches en vela hablando de mil cosas distintas, a peleas y reconciliaciones. Pero ahora esos recuerdos los sentía como si pertenecieran a otra persona.

Al abrir los ojos, descubrió a Marie Claire sentada en otro sillón individual. Nada parecía haber cambiado en ella. Vestía el mismo robe de chambre; pero ahora iba descalza y con el pelo mojado. Su porte de una elegancia natural sin igual podía cortar el aliento. Estaba igual, salvo que su mirada era otra. Ahora le taladraba con los ojos.  No es Rita, se dijo Patrick, sino Sharon Stone: solo falta que cruce sus piernas. Al igual que ella, la pianista no llevaba nada bajo su bata.

-         Te quedaste dormido – dijo ella – y aproveché para ducharme.

-         ¿Me dormí? Disculpa…

-         ¿Qué te trae por aquí? Ni pienses que te he perdonado. Te he recibido solo porque dijiste que era un asunto urgente. Bien, te escucho.

No es buena mintiendo, pensó Patrick.

-         Jules Marivaux… - dijo, al fin, casi en un susurro.

Solo decir ese nombre produjo un cambio casi imperceptible en el rostro de la mujer. Quizás Patrick era una de las pocas personas que podía darse cuenta de esa leve mueca, mezcla de miedo y placer, que por un instante se dibujó en el rostro de Marie Claire, un destello en los ojos muy lejos de la frialdad y la distancia que habían tenido antes de mencionarlo. Ella reparó, por primera vez en la velada, que su ex amante estaba pálido y ojeroso y que tenía un ligero temblor en la mano izquierda.

-         ¿Qué con él? – preguntó la pianista, tratando de recomponer, sin éxito, su pose de lejanía.

-         No es una historia corta – contestó Patrick – pero trataré de ser escueto.

-         Tengo tiempo.

Patrick Eszterhazy era uno de los mejores investigadores en el mundo del arte. Se divertía presentándose a los desconocidos como “detective privado”. Siempre lograba rodear su figura con un halo de misterio, truco que se desvanecía no bien entraba en detalles, ya que el rubro de su profesión no era el de los asesinatos y crímenes pasionales sino el del robo y autentificación de obras de arte. Había comenzado a trabajar como mandadero en Grangier & Radiguet, una de las mayores firmas de subastas de obras de arte, especializados en documentos antiguos, libros incunables y manuscritos originales. Al poco tiempo, uno de los investigadores que mejor conocían su oficio, Pierre Lopez, francés de tercera generación de inmigrantes españoles pero que conservaba el apellido casi inalterado, le tomó bajo su protección. Junto a él, Eszterhazy aprendió los rudimentos del arte, a distinguir caligrafías, estilos, texturas de papeles antiguos, conocer la historia de los artistas y de imitadores y falsificadores geniales. Tanto conoció y tan bueno fue su aprendizaje, que al tiempo de retirarse Lopez por edad, Patrick ocupó su lugar.

Una tarde, hacía unos quince días o poco más, regresó a su oficina en la casa de subastas, una amplia habitación con el techo en bovedilla y un ventanal a la calle por donde entraba el sol de la mañana con mucha generosidad, y encontró una nota en su escritorio, escrita por su jefe directo Radiguet, nieto del fundador de la casa. En esa nota le indicaba que se presentara cuanto antes en la casa del conde Stanislavski, quien había fallecido hacía pocas semanas.

Los Stanislavski eran una de esas familias antiguas que habían protagonizado la historia social del país desde hacía más de un siglo. Igor Vasili Stanislavski, el conde original, había emigrado desde su Rusia natal mucho antes que los bolcheviques echaran a perder la revolución que derrocó al Zar Nicolás. Los emigrantes rusos, en especial aquellos que pertenecían a las familias más encumbradas de la nobleza, no guardaban en aquel entonces muchos recuerdos de algún conde Igor, y algunos murmuraban por lo bajo que se trataba de un impostor o un advenedizo que compró un título para legitimar y dar realce a su fortuna. Esta era una práctica muy común en esos tiempos. Luego de la caída del Zar, cuando muchos nobles rusos emigraron a países del occidente europeo, la familia del conde Stanislavski ayudó a más de uno que huyó de su tierra natal con una mano delante y la otra atrás.

Poseedor de una inmensa fortuna hecha en el comercio de ultramarinos y en el contrabando de piedras preciosas, sus descendientes se habían encargado de dilapidarla. La historia de siempre. Personas que desde la cuna lo tenían todo en cantidades desmesuradas, a quienes se les inculcaba esa vieja idea de la rancia aristocracia de que trabajar es una tarea para el vulgo. Los Stanislavski crearon a su alrededor una historia de desmesuras y gastos faraónicos propias de un folletín.

El bisnieto de Igor, Jean Jacques, fue quien recibió a Eszterhazy en la sala de su palacete, una casa muy antigua de muros de piedra en la Isle de Saint-Louis. El estado de abandono era muy avanzado, reflejo de la situación en la cual el conde había fallecido. En la sala donde esperó veinte minutos a que Stanislavski le recibiera, faltaban algunos muebles y quedaba el recuerdo de varios cuadros cuyos contornos el tiempo había dibujado en la pared.

-         Yo conocía al viejo conde, de un tiempo antes que reventara – murmuró Marie Claire al encender su tercer cigarrillo, sin haber cruzado todavía las piernas – Me ofreció un anillo de diamantes si le daba un concierto privado, solo para él… Por supuesto que le dije que no necesitaba indicarle dónde podía guardar su anillo.

Jean Jacques Stanislavski, el último de su linaje por ser soltero y sin hijos conocidos, era un hombre altivo, de mirada arrogante y modales fríos. Apenas saludó con un “buenas tardes” a Patrick, quien se quedó con la mano extendida unos segundos más a fin de que el otro se viera en la obligación de saludarle con mayores formalidades. Era un juego que Eszterhazy hacía muchas veces cuando se topaba con tipos como el que tenía delante.

-         Reciba usted mi pésame por la muerte del conde. En Grangier & Radiguet apreciábamos mucho a su padre.

-         Guarde sus saludos, señor Eszterhazy. Ni usted ni sus jefes conocían a mi padre.

Un golpe inteligente, directo a mi mentón, pensó Patrick.

-         Le hice venir a usted porque su fama le precede, y necesito que investigue un documento que mi padre tenía guardado en su biblioteca. Sígame.

Al final de un corredor con ventanales que daba a un jardín interior, pasaron a un inmenso salón que otrora albergaba una biblioteca de grandes dimensiones, ahora bastante menguada. Los anaqueles vacíos atestiguaban necesidades perentorias de dinero fácil.

-         Como puede ver, casi no queda nada de la famosa biblioteca privada de mi bisabuelo. Si quiere husmear luego y ver si hay algo de valor, es libre de hacerlo. Pero para lo que usted está aquí es por esto.

Al final del salón, luego de unos pequeños sillones que invitaban a sentarse y leer días enteros, había un gran escritorio de madera oscura, labrado con el primor de antiguos artesanos cuyos secretos se habían perdido. Había un par de libros antiguos en un costado, apilados sin orden aparente, y en el centro una carpeta de piel oscura.

-         Antes de mostrarle estos documentos, – dijo Stanislavski señalando la carpeta – quiero preguntarle qué sabe usted sobre Jules Marivaux.

La pregunta tomó por sorpresa a Patrick.

-         ¿Marivaux, el compositor?

-         El mismo.

-         No más que el conocimiento medio. Fue uno de los últimos clásicos, vivió hasta casi finales del siglo XIX aquí, en Paris. No sé mucho sobre su vida…

-         Nadie sabe mucho de su vida. Parece que el tipo era muy escurridizo. Su vida privada no me interesa realmente. Lo que sí me interesa es el contenido de esta carpeta.

Stanislavski la abrió y extrajo unos documentos, indicándole a Patrick que se acercara. Los tomó y descubrió que se trataba de una partitura, una música para piano, varias hojas escritas sin tachaduras ni enmiendas, con una prolijidad y claridad sorprendente, como si el compositor tuviese la melodía tan bien definida en su cabeza que no necesitara correcciones y solo bastara con transcribir las notas sobre los renglones para que el trabajo estuviera hecho.

-         Sospecho, señor Eszterhazy, que este es un original de Marivaux. Tengo entendido, por lo que he podido averiguar, que muchas de sus obras manuscritas se han perdido o han quedado escondidas en manos de privados esperando que un día alguien las descubriera. Si este es el caso y este documento es original, espero que ustedes puedan establecer un valor y, por supuesto, ofrecerlo a quien desee adquirirlo. Si resulta ser una falsificación, no me sorprenderé. Hacer pasar mentiras por verdades no es un monopolio de los políticos ni de los abogados.

Luego de firmar un recibo previamente preparado por Stanislavski y cargar sin mucha convicción con unos libros que el conde le indicó que podían servirle en su investigación, Patrick retornó a su oficina. Ahí, comenzó a preparar los detalles de los documentos que, por medio de un abogado, Stanislavski firmaría para otorgar a Grangier & Radiguet la responsabilidad en el estudio de los documentos que ahora tenía en custodia, estudio que incluía algunas investigaciones de laboratorios para establecer la edad y procedencia del papel y la tinta, y de tratarse de un documento auténtico, la exclusividad en su venta en subasta pública.

-         No es mucho lo que sé sobre Jules Marivaux… – dijo casi para sí misma Marie Claire.

-         Yo tampoco. Comencé consultando en internet, en páginas especializadas. Los datos no eran más que los que te he contado. La vida de Marivaux está plagada de lagunas, de inmensos espacios vacíos. Por momentos es como si se lo tragara la tierra. Una vez, el tipo dio un concierto fallido, le abuchearon y desapareció. Nadie acierta a explicar dónde se escondió por casi 9 años, pero al retornar logra presentar una sinfonía que resulta ser un éxito arrollador.

-         Su Sinfonía Nr. 1 es una pieza única… ¿La has escuchado alguna vez? – preguntó Marie Claire.

-         Si, la escuché… – contestó Patrick, con la mirada perdida.

Las notas que había tomado no le llevaban a ningún lado. Todavía estaba muy al comienzo de su investigación. Sólo había podido establecer que el papel en el cual se había escrito esa música era original, que su color y textura coincidían con los que se usaban a fines del siglo XIX en París. Algo amarillento, un poco arrugado en los bordes y con la tinta ya tornando del negro al verde oscuro, el documento se había mantenido en muy buenas condiciones, guardado en una carpeta de cuero repujado, con adornos dibujados en dorado y un cierre metálico, poco usual en esos tiempos. La caligrafía coincidía con la que pudo comparar de las pocas partituras que se conocían de Marivaux, y de un par de cartas que estaban guardadas en los archivos del Conservatorio.

-         Tus colegas músicos no fueron de gran ayuda, Marie Claire. Se mostraron muy reticentes a la hora de hablar sobre Marivaux o de describir su obra. Uno de ellos, el profesor Dubois, que conoces bien, se refirió a Marivaux como un compositor maldito… No quiso saber nada con una partitura original, no se mostró interesado en que una nueva composición de uno de los genios clásicos se conociera. Es más: me sugirió que destruyera estos documentos y que me olvidara del asunto.

-         ¿Por qué viniste? – preguntó Marie Claire con brusquedad.

-         Necesito saber si esto es verdadero, que me des tu opinión como concertista y profesora de si esta composición es original o si es una falsificación.

Tomó la carpeta, la abrió y extrajo la partitura. Patrick, siguiendo un impulso romántico, cometió la falta de extraer los originales de la caja fuerte de su oficina para presentarlos a su antigua amante. Un extraño aroma a pergamino añejo brotó de entre las hojas. Marie Claire tomó el documento, se acomodó en su sillón y comenzó a leer la melodía. Patrick no se dio cuenta que las manos que sostenían la partitura a poca distancia de los ojos comenzaron a tener un muy ligero temblor. Cuando cruzó sus piernas, el robe de chambre se abrió un poco, sin que ella le prestara atención.

Como si Patrick se hubiera disuelto y su presencia en esa sala fuera solo un recuerdo, Marie Claire se dejó atrapar por su lectura. Patrick se recostó en el sillón que tantas veces les había servido para amarse. Sentía los ojos cansados y un persistente dolor en la nuca. Los analgésicos nada habían logrado para aliviarlo. Esas semanas, desde que tenía en su poder la partitura de Marivaux, las noches de insomnio se habían sucedido una tras otra, y en las raras ocasiones en las cuales lograba conciliar algo de sueño, extrañas imágenes se le aparecían, de manera de sentirse, al despertar, más cansado que antes.

Marie Claire se puso de pie. Siguiendo un impulso, mientras tarareaba la melodía casi en silencio, se dirigió al piano. En la sala había un Bösendorfer de cuarta cola, de un color marrón oscuro, que un afinador mantenía en su justo punto una vez al mes. Caminó despacio hacia el instrumento, mientras el robe de chambre se deslizaba por sus hombros hasta quedar tirado a los pies de la butaca, como un gato somnoliento.

Existen esos momentos de magia, instantes que se prolongan y cobran vida más allá de la voluntad, en los cuales uno vive y muere miles de veces antes de darse cuenta que el tiempo no se ha detenido y que lo irreal se puede confundir con la vida real, de manera de no querer volver nunca más a este mundo de dolores y de olores nauseabundos, de cuentas para abonar y de amigos que pueden traicionar si la paga es buena. Son esos momentos en los que el hechizo de una mirada, el movimiento de un cuerpo o el sonido de una respiración agitada pueden tener más fuerza que un ejército en maniobras. Son esos instantes en los que uno puede darse cuenta que vale la pena vivir así, aunque más no sea una vez y luego morir en paz, para poder decir que uno no ha vivido en vano.

Marie Claire se sentó con elegancia en la butaca, como si estuviera frente al auditorio abarrotado de una sala de conciertos. Con ademán concentrado, colocó la partitura en el atril del piano y dejó que sus dedos se deslizaran al azar sobre las teclas, ensayando apenas una melodía extraña y nunca antes escuchada.

Luego de una pausa de segundos, atacó. Sus dedos cobraron vida, sus piernas se tensaron, su espalda se arqueó y de sus manos surgió una melodía frenética, viva y envolvente como ninguna. Esa música era absolutamente arrobadora. Patrick sintió que todas las emociones del mundo estaban contenidas en esa partitura. Su autor había logrado un grado tal de perfección, que obligaba a quien escuchara la música a vagar por la memoria de sus sentimientos, por aquellos recuerdos sutiles que dejan una marca apenas legible y por los otros, esos que pueden hacer estallar de ira, rabia, dolor o morir en vida por el amor más apasionado. Como si un oscuro demiurgo hubiese sido conjurado por esa melodía, se hubiera materializado ahí mismo y le estuviera tomando por el cuello con una mano fuerte, pesada e implacable, Patrick sintió que comenzaba a faltarle el aire, que la luz a su alrededor se desvanecía y que la tierra se abría en un abismo bajo sus pies.

Casi tambaleando se acercó al piano. Marie Claire seguía tocando, repitiendo la variación en distintos ritmos y cadencias. Patrick la observó como en un sueño. Recordó la primera vez que la vio desnuda, luego del encuentro donde los Stradivarius. Fue también junto al piano, de madrugada, luego de una cena ligera y varias copas de vino. Esa noche Marie Claire, luego de hacer el amor sobre la alfombra, se levantó y tocó el Nocturno 72 de Chopin, su pieza predilecta. Sentía tal amor por esa melodía, le provocaba sentimientos tan profundos y sensaciones tan sensuales, que nunca la ejecutaba en público. Decía que le daba vergüenza que alguien pudiera darse cuenta que, al tocarla, hacía grandes esfuerzos por seguir la melodía y no interrumpirse con un orgasmo.

Esa noche, Marie Claire no se interrumpió. Sus bucles, de un rubio anaranjado oscuro, bailaban al compás de su cuerpo. El rostro estaba contraído en una mueca de éxtasis, los ojos cerrados con fuerza y la boca, entreabierta, dejaba escapar un grito sordo, primitivo y vital. Hacía ya un rato que no daba vuelta las páginas de la partitura. Sin embargo, sus dedos seguían arrancando melodías exquisitas, variantes de una primigenia, como si conociera la obra de toda la vida. Su frente estaba perlada con gotas de sudor, su cuerpo brillaba como si se hubiera untado con aceites aromáticos y sus senos bailaban sin control una danza milenaria.

De repente, sucedió lo imposible. Sus brazos se tensaron, sus manos quedaron suspendidas sobre el teclado del piano como las garras de un ave de rapiña y del fondo de su garganta surgió un grito parecido al rugido de un gato enorme, que se prolongó casi por un minuto. Al abrir los ojos, Marie Claire respiraba con dificultad. Resoplaba como si hubiese corrido una carrera de obstáculos. El sudor le había mojado el pelo de tal manera que lo tenía en buena parte pegado al cráneo.

Temblando, se puso de pie. Había dejado un charco en la butaca. Lloraba, pero no había señal de dolor en su rostro encendido.

-         Vete de mi casa… - dijo con voz ronca y entrecortada.

Patrick se acercó. Descubrió que los ojos de la mujer le miraban de una manera extraña. Como si un miedo antiguo o una pesada angustia se hubiera instalado en su alma. Quiso decir algo, pero un ademán de Marie Claire le paró en seco.

-         Vete. Llévate esa partitura contigo y no vuelvas nunca más. ¡Jamás! Y quema esos papeles. ¡Quémalos!

En silencio, Patrick retiró la partitura del atril del piano y la guardó en su carpeta. Una voz desde muy adentro le sugirió que dejara a la mujer en paz, que ya habría otra ocasión de hacer preguntas y recabar respuestas. Algo en el tono de Marie Claire le dijo que esos papeles que le había presentado habían cambiado por completo su mundo y toda la relación que les vinculaba. Antes de salir, tomó su gabardina y miró a la pianista. Seguía de pie junto al piano, como una estatua de desgarradora belleza, mirando al vacío que había al otro lado de la ventana. Su aire ausente, como si su alma hubiera volado a otro mundo, acompañó a Patrick hasta el ascensor.

Al salir del edificio, caminó unos pasos en dirección a su auto. Colocó la carpeta en el asiento del acompañante, se acomodó el cinturón de seguridad y encendió el motor. No llegó a arrancar cuando elevó la mirada hasta el piso de Marie Claire. Su cuerpo estaba volando, cayendo a mucha velocidad, un maniquí desnudo y con los brazos abiertos que se estrelló contra el techo de una camioneta oscura. Murió en forma instantánea, con una sonrisa extraña y los ojos abiertos.