La
carta de Tomás
El cardenal avanzó por el pasillo del palacio, precedido
por un guardia armado que portaba una luz. Había rechazado la compañía del
camarlengo. El asunto que traía requería del menor número de testigos posible.
Era de madrugada, no habían llamado todavía a laudes. El
sol tardaría un par de horas en romper la oscuridad de la noche. Ya se
anticipaban los rigores de un invierno que se estaba anunciando en los campos y
en las ciudades. La gente se aprovisionaba de leña, de cabos de vela, de alimentos
y abrigos, que nunca eran suficientes. Miles morirían de frío, otros tantos de
hambre.
A pocos pasos de su meta, el cardenal ordenó al soldado
detenerse y esperarle. Nadie, salvo él mismo, tenía permiso para pasar. Tomó la
trémula luz, pegó contra su pecho la carpeta de cuero que traía consigo y se
aproximó a la puerta. Golpeó con los nudillos una o dos veces, con mucha
suavidad. No obtuvo respuesta. Con el sigilo de un ladrón abrió la puerta,
entró y la cerró a su espalda.
El dormitorio estaba sumido en la penumbra. Le alumbraba
solo la escasa luz que provenía de la estufa, cuya brasa todavía no se habían
terminado de consumir. Era poco lo que se podía distinguir en la oscuridad,
pero el cardenal conocía de memoria ese lugar: dos sillones junto a la estufa,
separados por una mesita baja, la silueta de un escritorio cerca de la ventana,
cubierto de papeles, documentos, sellos y un crucifijo de oro, una alfombra
mullida y rica en arabescos. Cruzó el dormitorio sin prisas. Al otro lado, en
lo más oscuro de esa estancia, se adivinaba una cama grande detrás de un
cortinado de terciopelo que colgaba de un dosel. Había ropa tirada junto a la
cama y sobre una silla. Y la vajilla de porcelana en una bandeja junto a una
pata de la cama atestiguaba los restos de una cena suculenta. Detrás de la
cortina se podía sentir un ronquido sordo.
-
Su Santidad…
- murmuró el cardenal.
No obtuvo respuesta, salvo otro profundo y prolongado
ronquido. El cardenal no se inmutó. Estaba acostumbrado a despertar al Papa a
cualquier hora que fuese necesario. El gobierno de los Estados Pontificios y de
la Cristiandad no conocía de lugares ni de horarios. En especial si el tema que
traía entre manos era de una urgencia tal que debía ser resuelto con premura.
Repitió el llamado, precedido por un sonoro carraspeo. El
ronquido al otro lado del cortinado de la cama se interrumpió. El cardenal
sintió el murmullo del roce de las sábanas e imaginó al Papa saliendo
pesadamente de su sueño, abriendo apenas los ojos para adivinar el resplandor
de la vela que portaba el cardenal y chasqueando la lengua reseca.
-
Ah,
eres tú, Giovanni…
El cardenal mantuvo su distancia y un discreto silencio.
Sintió que el Santo Padre se incorporaba en la cama y que daba una orden seca.
Alguien bajó por el otro lado, amparado en la oscuridad. Al tiempo que encendía
otra vela para iluminar mejor la estancia, el purpurado percibió una sombra que
desaparecía por una puerta escondida detrás de un tapiz veneciano. No pudo
distinguir si era una monja o un joven novicio.
-
Te hemos
estado esperando con impaciencia.
La voz del Sumo Pontífice surgía como desde el fondo de
una caverna. Corrió el cortinado con una mano y quedó un instante tendido en la
cama, casi despatarrado, cubriendo con un pliegue del edredón de plumas aquello
que, con seguridad, fuera objeto de devota dedicación por parte de su invitado
nocturno.
-
Los
trabajos del traductor recién han terminado, Santidad.
¿Cómo
es posible que este hombre no sienta frío?, pensó el cardenal, al tiempo que el Papa se levantaba no
sin dificultad de la cama y cubría su desnudez con un albornoz otrora blanco,
ahora manchado con alguna salpicadura de vino y otras sustancias no
identificables. Era conocido por su vitalidad, por lo bien que llevaba su
cincuentena, dedicados con ahínco y vigor a la guerra y al servicio de la Santa
Iglesia. Pero los años de sacrificios por defender la Verdad de los embates de los
enemigos de la Iglesia comenzaban a hacerse sentir: un ligero, casi
imperceptible temblor en la mano derecha, los cabellos que comenzaban a
tornarse del color de la ceniza, un esfuerzo cada vez mayor para mantener firme
y enhiesto su rigor viril.
Se levantó de la cama, enfundó sus pies en unas pantuflas
afelpadas y caminó hasta el biombo, al otro lado de la habitación.
-
Giovanni,
hazme el favor, enciende algunas otras velas y echa un leño a la estufa, que la
noche se ha puesto fresca y debes sentir frío.
El cardenal cumplió la orden mientras el Papa terminaba
de orinar.
-
Y
sírveme una copa de vino, que he despertado con el sabor amargo en la boca.
No habían pasado cuatro meses todavía, cuando a oídos del
cardenal llegó la noticia proveniente de sus espías: los documentos estaban
llegando de Oriente. La pista había surgido casi por casualidad dos años antes.
Un agente de la Iglesia al servicio privado del Cardenal, quien trabajaba
encubierto bajo la personalidad de un mercader de telas, en su recorrido por
los puertos del Mediterráneo oriental, casi vedados para los cristianos luego
de la jornada de Lepanto, supo de un monasterio consagrado a San Gabriel, en el
corazón del Turco, que guardaba entre sus reliquias un antiguo texto, copia, a
su vez, de otro más antiguo y esquivo. Si las fuentes eran confiables, el
original databa de los mismos comienzos del cristianismo. Los monjes, para
preservar la seguridad del mismo, negaban la existencia de ese documento, pero se
sabía que lo guardaban celosamente en su biblioteca. Todos los esfuerzos que el
Cardenal hizo para persuadir a los monjes de entregarle ese texto fueron
infructuosos. De nada sirvieron las ofertas de apoyo económico o el invocar la
autoridad del Papa. Los monjes se mostraron inflexibles respecto de confirmar
la existencia misma del manuscrito. No hubo más remedio de recurrir a otros
métodos más drásticos.
Era fama que el único texto conocido de igual signatura
versaba sobre la Vida de Jesús, uno que, como muchos, había quedado fuera de la
lista oficial en Cartago y Alejandría. Se le conocía de referencias hechas por
algunos Padres de la Iglesia, pero ninguna copia había sobrevivido a la quema y
la incautación. Este otro, sin embargo, era distinto y controversial. Los
monjes habían hecho bien en cuidarlo durante siglos. Hicieron su trabajo con
tanta maestría, que a la Santa Madre Iglesia le había llevado también siglos para
enterarse de su existencia. Pero no fue tan lenta al momento de hacerse de la
única copia, guardada con celo en los recovecos de la biblioteca del monasterio.
Los ladrones a sueldo del cardenal, sin embargo, nunca lograron ver el original
ni supieron dónde podía estar escondido.
Esa copia robada viajó a Occidente hasta llegar a manos
del cardenal Giovanni. Se trataba de unos papiros antiguos, escritos en copto,
a los que les faltaban algunas partes comidas por las polillas o el tiempo. Sin
pérdida de tiempo, Giovanni asignó al padre Josephos, que provenía de
Alejandría y conocía el idioma de los cristianos coptos, para que tradujera el
códice. Le hizo jurar, también, mantener el más absoluto silencio respecto de
su trabajo y de su contenido. Le trasladó a una austera habitación en su propio
palacio y le hizo vigilar día y noche.
-
Dominus
vobiscum, Giovanni.
-
Et cum
spiritu tuo, Su Santidad… - contestó el cardenal, entregándole una copa de
vino.
-
¿No me
acompañas? Ah, es verdad: salvo el vino consagrado, tú no bebes… ¿Esos son los
documentos?
El cardenal había dejado la carpeta de cuero sobre la
mesa, antes de poner un leño en la estufa y servirle al Papa su vino. Se
apresuró a hacerse con la carpeta mientras el Vicario de Cristo tomaba asiento
en uno de los dos sillones, dándole la espalda.
-
Aquí
están los documentos, Santidad, y esta es la traducción – dijo al entregarle
unos papeles. - Debo hacer la advertencia de que su contenido va a turbaros
mucho.
-
¿Ya lo
has leído, Giovanni?
-
Sí, he
debido hacerlo mientras el traductor avanzaba en su trabajo.
-
Bien… -
dijo el Papa, sorbiendo el vino que sobró de su cena y comenzando a leer los
documentos que el cardenal le alcanzó.
-
Toma
asiento delante de mí, Giovanni. Disfruta de este hermoso calor… - ordenó el
Papa, al tiempo que el cardenal se acercaba a la estufa para calentar sus manos.
Obedeció la orden y observó que el Papa tenía alguna dificultad para leer.
Parecía no poder concentrar bien la vista, alejaba los papeles o los acercaba
para tratar de descifrar la caligrafía del padre Josephos. Solo se interrumpió
para tomar un largo trago de su vino.
-
Tomás,
el Mellizo… - dijo, levantando la vista de los papeles y clavándola en el
cardenal.
-
Sí,
Santidad, él mismo.
-
Debo
confesarte sin ninguna vergüenza, que desde el momento en el cual me
comunicaste el hallazgo de estos papiros y del posible contenido, no he podido
dormir bien y mi buen juicio para manejar los asuntos de la Cristiandad está
envuelto en una bruma. Un texto auténtico, firmado por Santo Tomás, sí que es
para ver y creer… Pero antes hazme el favor, Giovanni, de ponerme en
antecedentes. ¿Son reales estos documentos? ¿No son otra falsificación, otra de
las miles que circulan en la Cristiandad?
-
Su Santidad,
si bien es cierto que están circulando en nuestras comunidades más clavos que
aquellos que se usaron para colgar a Cristo de la Cruz y tantas astillas de la
Vera Cruz como para fabricar varias de ellas, por la procedencia de estos
papeles puedo aseguraros de que son reales. Es una copia fidedigna de una carta
redactada por Santo Tomás, en su estadía en Oriente Lejano.
-
Esto
confirmaría, Giovanni, muchas cosas…
-
Es
verdad – respondió el cardenal -, muchas dudas y suposiciones que los Doctores
de la Iglesia han tenido por siglos podrían tener una respuesta si este documento
ve la luz…
El Papa le interrumpió con un gesto. Era evidente que no
estaba disfrutando la lectura.
-
“Yo,
Judas Tomás llamado el Mellizo, hermano de Jesús y su discípulo, les saludo
desde el camino de Kerala…” ¿Hermano de Jesús? Extraña manera de presentarse. ¿De
quién sería mellizo Tomás…? - Siguió leyendo en silencio, solo interrumpido por
algún acceso de tos. - Gondofares… ¿Lo conocemos, Giovanni?
El cardenal se levantó, calentó sus manos en el fuego y se
aclaró la voz antes de contestar.
-
Gondofares
había sido un rey en un pueblo que llamaban Kabul. Dice la leyenda que Tomás
llegó a la corte de este rey luego de haber sido capturado y vendido como
esclavo. Son realmente pocas las cosas que conocemos de Santo Tomás, pero la
tradición dice que evangelizó en la India. Este texto lo comprueba, Santidad.
Está escrito en el sur de ese país y fue dirigido a una comunidad cristiana en
Kabul, en el norte, en medio de las montañas. Al parecer, este rey Gondofares
le recibió y le liberó luego de escucharle hablar sobre Cristo nuestro Señor.
-
Debe
haber sido un hombre elocuente, nuestro Tomás, ¿no te parece, Giovanni? Una
persona así nos sería muy útil en estos días de depravación y desviación de las
doctrinas de nuestra Santa Iglesia. Sobre esa mesa tengo algunos escritos que
estoy preparando para combatir la herejía. Ya no se trata solamente de usar las
armas de fuego, los arcabuces y la pólvora… Ya no es suficiente el miedo que
infunden nuestros inquisidores. Es necesario difundir la palabra de la Santa
Iglesia para erradicar la peste de la herejía. Junto al brazo secular debe
estar la palabra de Dios. Sí, Tomás nos hubiera sido muy útil en estas
circunstancias.
Volvió a la lectura. El ceño fruncido y el gesto para que
el cardenal le sirviera más vino era una muestra que aquello no le gustaba. El
cardenal tomó asiento una vez más, acercó el sillón un poco al fuego, se
acomodó lo mejor que pudo y esperó.
Pasaron quizás cinco minutos. El Papa desvió la mirada de
la lectura. Había repasado el escrito varias veces. Con la mente quizás a miles de leguas de
donde él se encontraba sentado, sorbió un poco más de su vino y se encerró en
un extraño mutismo, con lo ojos clavados en las llamas de la estufa.
-
El vino
está amargo, Giovanni… - murmuró al cabo de un rato, casi hablando consigo
mismo.
-
Lo sé
bien, Santidad.
El Papa desvió sus oscuros ojos del fuego y los clavó en
el cardenal. Su mirada había cambiado. Ya no era el hombre que gobernaba con
mano firme la cristiandad, a cuyos pies se postraban reyes y emperadores. El de
esa hora helada de la madrugada solo era un hombre con miedo.
-
Giovanni,
¿tú leíste esto? ¿Lo leíste bien? – preguntó el Papa.
-
Sí,
Santidad, lo leí bien. Y comparto vuestro temor – respondió el cardenal.
-
Es
mucho más que simple temor lo que siento, Giovanni. ¡El edificio entero de la
Santa Madre Iglesia se puede derrumbar como un castillo de naipes barrido por
la brisa si este documento es conocido! – gritó el Papa, con la voz quebrada, y
leyó en voz alta. – “Le vi por última vez en el cruce de caminos, bastante
lejos ya de Damasco. Él, con sus heridas todavía doliendo y rodeado de tres
discípulos y varias mujeres, tomó el camino que le conducía a la morada de la
nieve. Yo me interné en el desierto del sur. Nos despedimos con dolor ya que
sabíamos que no nos volveríamos a ver…” Todo el palabrerío, los sermones y
consejos están bien… pero ¿cómo podríamos aceptar que Tomás escriba que
recuerda la última vez que vio a nuestro Señor en medio de las montañas, como
si nuestro Jesús, el que todos conocemos y veneramos como Hijo de Dios, no
hubiese muerto muchos años antes de ello y jamás hubiera viajado fuera de
Judea?
El cardenal guardó silencio un instante. Luego de ello,
habló.
-
Su
Santidad sabe bien que no tenemos seguridad de que eso fuera así… - Su voz
sonaba calmada, hasta fría. En otras circunstancias, esas solas palabras
hubieran bastado para que el cardenal fuera condenado a la hoguera. Pero él
sabía que de esas cuatro paredes no iba a salir ni el eco de esa conversación. -
Los escritos que hemos mantenido ocultos, de los primeros doctores y
estudiosos, no mencionan la muerte y resurrección de Cristo. Las copias que
guardamos de cartas, epístolas y evangelios atribuidos a nuestros Santos no le
mencionan levantándose de su tumba. Alguno, incluso, juega con la idea de la
resurrección como si hubiese padecido una enfermedad y se hubiera recuperado de
ello, pero no mencionan la ascensión a los cielos. Y muchos viajeros de Oriente
en todos estos siglos han traído noticias de leyendas que cuentan la historia
de un hombre extraño que vivió en esos lugares hasta morir, al que le atribuyen
poderes divinos y que no dudan en identificar como Jesús… nuestro Jesús Cristo.
-
Sí,
Giovanni, yo lo sé bien, y tú lo sabes bien… ¡pero ellos no! – contestó el
Papa, señalando con su trémula mano a la oscuridad. – Somos conscientes que hay
muchos agujeros en la historia, demasiados espacios vacíos y contradicciones
que hemos llenado con nuestros dogmas, con algunas medias verdades y muchas
mentiras completas. Nos ha servido bien la leyenda de Jesús. Pero un texto
auténtico, que ratifique lo que muchos sospechan, es otra cosa muy distinta y
peligrosa. Sería el fin de la Santa Iglesia y de la Cristiandad. Solo imagínate
la escena: reunimos a los reyes, a los príncipes, a los emperadores de
Occidente, de Oriente, a todas las putas, pervertidos y proxenetas de cada
rincón del planeta, y les anunciamos con la mayor solemnidad posible que Jesús,
el Mesías, el hijo de la Virgen, el que vino a redimirnos de nuestros pecados, no
murió en la Santa Cruz, no retornó de entre los muertos ni ascendió a los
cielos sino que sobrevivió a sus heridas, huyó de Judea hacia el este y se
encaminó a terminar sus días en las montañas del norte de la India…
-
Es
probable – sonrió el cardenal – que les estuviéramos diciendo la verdad.
-
¿La
verdad? ¿La verdad? Nadie puede manejar la verdad. ¡Nadie puede vivir con la
verdad! En especial si esa verdad es el mejor vehículo para nuestra
destrucción.
El cardenal se levantó, tomó con cuidado la carpeta y con
paso lento se dirigió al escritorio del Papa.
-
Ya me
puedo imaginar a los Sarracenos quienes, aprovechando la debilidad de nuestros
ejércitos por la falta de una Fe Verdadera en la cual creer y que les sostenga
en la batalla, arrasen nuestras tierras asesinando y violando e instalando una
mezquita en San Pedro… - dijo el Papa, luego de un acceso de tos.
El cardenal buscó en el escritorio los elementos que
necesitaba. No era fácil habida cuenta de la cantidad de papeles y documentos
diseminados sin orden alguno sobre la superficie del mueble. Al final, encontró
lo que buscaba.
-
Nadie
debe conocer esto, Giovanni, nadie… La existencia de la Santa Madre Iglesia
depende de que estos papeles no vean la luz del día.
-
Son
sabias vuestras palabras, su Santidad. Nadie debe conocer esto. Un secreto entre dos es un secreto compartido
con demasiadas personas.
-
¿Quiénes
están al tanto de esto? -, preguntó el Papa, en medio de otro ataque de tos.
-
Solo
tres personas, Santidad. El traductor, vos mismo y yo… - contestó el cardenal,
mientras calentaba la cera bajo el fuego de una vela. – En realidad, a esta
hora ya somos solo dos, Santidad…
-
Bien,
Giovanni, bien… Dime, ¿cuántas copias hay de este documento?
-
Existe
solo una copia de esos documentos y es la que tenéis entre manos, Santidad – mintió.
El cardenal cerró bien la carpeta, que guardaba los
papiros originales en copto y la traducción hecha por el padre Josephos, y
aplicó la cera en tres lugares distintos. Luego procedió a sellarla con el
signo del Papa, de manera que solo otro pontífice estuviera autorizado a abrir
la carpeta. Donde el cardenal había planificado depositarla, era probable que
pasaran varias centurias antes que volviera a estar en el escritorio del
Vicarius Christi.
Esperó unos momentos a que la cera se enfriara. Mientras
tanto, el Papa tuvo otro acceso de tos, más violento que los anteriores. Por un
momento parecía que estuviera a punto de dejar sus pulmones sobre la mesa. De
repente, un quejido sustituyó la tos. Luego el silencio. La copa rodó por la
alfombra hasta la estufa.
Ya está, pensó el cardenal. Consummatum
est.
Tomó la carpeta y se acercó al Papa. Un hilo de baba le
corría por la comisura de los labios y el mentón. Sus ojos abiertos miraban al
vacío. El cardenal se los cerró, tomó los papeles que todavía mantenía
apretados con un puño, se acercó a la estufa y los echó al fuego. Luego
recorrió la habitación, apagando las velas.
Antes de salir, el cardenal anticipó algunos cambios en
el mobiliario de la misma, por si fuera investido como Vicario de Cristo. Detestaba
los tapices venecianos, pero más aún las puertas que estos ocultaban.
-
Teníais
razón, su Santidad: el vino estaba un tanto amargo – murmuró en forma lacónica.
Cerró la puerta detrás de si y desapareció por el
corredor, precedido por el guardia que portaba la luz.
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