El anciano general llegó temprano a
la cita
A Ana Ribeiro
El anciano general llegó tempano a la cita. Montaba un manso jamelgo pardo,
de paso lento y cansino, quizás tan viejo como su jinete. Lo fueron a buscar el
domingo de mañana, luego de misa. Le habían prestado unas ropas para la
ocasión, una camisa blanca almidonada, un pañuelo de seda, una levita oscura.
El general miró esas prendas con algo de desconfianza. Hace mucho que no me visto
como la gente de la ciudad, pensó. Ya casi no recordaba el tiempo cuando,
siendo un oficial del regimiento de Blandengues, asistía a los bailes de
sociedad en la lejana capital engalanado con su uniforme azul que tanto
deslumbraba a las damas. Cuánto tiempo ha pasado, se asombró.
Desmontó con cuidado, ayudado por un sirviente de la casa del presidente
López. Gracias, m’hijo, murmuró cuando sintió, algo mareado por la cabalgata, que
pisaba el suelo pedregoso con poca firmeza. Me siento como en alta mar, cada
día las piernas me flaquean un poco más. Será que me estoy volviendo viejo.
Buenos días, don José. La voz que le rescató de su barullo fue la de doña
Juana, la esposa del presidente, quien no bien vio llegar al jinete, bajó de la
balconada de la casa para recibirlo. El general, luego de palmotear con cariño
a su caballo, se apoyó en el bastón y tomó del brazo a la dama para poder
caminar sin problemas. Es una hermosa mañana, niña, dijo con un silbido que se
escapaba de entre sus vacías encías. Y dentro de un rato va a llover, agregó,
al observar unas nubes cargadas que venían del lado del Brasil.
Hoy está su merced muy buen mozo, como para un retrato, lisonjeó la dama al
encaminarse con pasos cortos al jardín. Don José, prendido de su brazo, murmuró
algo ininteligible. Le habían avisado en la víspera que un artista famoso,
venido de Europa, estaba realizando retratos con una técnica nueva,
inmortalizando tanto a gente de fama como a simples desconocidos sin lápiz o
pinceles. Y para qué quiero yo un retrato, se preguntó el general. Hace un
tiempo largo, no recuerdo cuanto, vino alguien de visita y mientras hablábamos,
dibujó mi perfil. Yo no le presté atención, mi apariencia hace tiempo que ha
dejado de preocuparme. Pero agradecí la charla. En estos veintitantos años,
pocas veces he tenido la ocasión de enterarme de las cosas del mundo.
El jardín de la casa del presidente López era muy amplio, con un prado
verde de vida bulliciosa a causa de las lluvias, adornado con exuberantes
plantas tropicales e ibirá-pitás. Las flores y los árboles crecían casi por
capricho. El general, venido por la fuerza de la necesidad desde las más áridas
tierras del sur, se asombró al principio por el calor y la humedad, por esas
tormentas que se forman en menos de un minuto, descargan su vientre como si
fuera el fin del mundo y se rinden frente a un sol abrasador. El ritmo de la
vida y la muerte de ese extraño país estaban marcados por las crecidas del
Paraná. Los campos anegados, los pueblos aislados, el ganado ahogado. Sin
embargo, qué lindo que se está aquí, solía pensar el general, a pesar de las
penurias y las miserias.
Así que usted me va a retratar. Bennet, el fotógrafo norteamericano, había
instalado sus bártulos al final de un sendero, al lado de una fuente de mármol.
Cerca se mecían los sauces. Luego nos tomamos un refrigerio, que mi marido ya
está por venir, dijo doña Juana. A esa hora, todavía estaban a la sombra, pero
el calor comenzaba a crecer y los moscardones zumbaban desde antes del amanecer.
Alto, con el pelo encrespado y largas patillas oscuras, sudando y escurrido
dentro de un traje para otra estación, el artista saludó al anciano con una inclinación
de cabeza. Le conocía de fama. En su paso por Buenos Aires, donde residió un
par de años maravillando a sus lugareños con la novedad del daguerrotipo, y en
algunas visitas esporádicas a Montevideo, ya le habían hablado del anciano
general, exiliado luego de su derrota, internado en pobres condiciones en
tierras paraguayas. El nombre de Artigas todavía se escuchaba en las tertulias.
Tanto sus defensores como sus muchos detractores le tenían presente. Comenzaba
a ser parte de la leyenda.
Ahora, esa leyenda le estaba mirando con curiosidad. Bennet pudo distinguir
unos ojos claros detrás de las arrugas que surcaban su rostro. Alguna vez había
sido un hombre alto, de porte fuerte y distinguido. Al final de su vida, el
general trataba de mantener su estampa, aunque caminara ya algo encorvado y
debiera ayudarse con un bastón. Seguía saliendo a pasear a caballo, solo o con algún amigo, de los pocos que conservaba. A veces, el presidente y su hijo
le acompañaban. Hablaban de los hechos de la política local, recordaban viejas
luchas, fumaban y tomaban una copita de ginebra.
Usted viene de lejos, preguntó. En efecto, vengo de Francia, pero nací en
Estados Unidos. El general entrecerró los ojos, como si quisiera fijar una
imagen en su retina. Algo parecido hacía la cámara de Bennet, solo que ésta
captaba, en una placa de metal, imágenes estáticas, momentos irrepetibles. Las
imágenes que retenía el general eran también irrepetibles, pero más antiguas,
portaban colores casi olvidados, sonrisas de paisanos pobres, indios poco
afectos a las palabras, silencios poblados con el rostro de una mujer o de
muchas. A los sarrateas hubiera preferido olvidarlos.
El suyo es un país muy interesante. El general recordaba haber leído
algunos comentarios sobre las leyes y la sociedad del país del norte. En su
juventud, acompañando a un funcionario español cuyo trabajo era demarcar y
establecer pueblos en la frontera con Brasil, alrededor del fuego de un
campamento improvisado supo de las revoluciones, de los reyes derrocados, de
los derechos de los pueblos. Leyes, principios e ideales circulaban y se
mezclaban junto a los trozos de asado y generosa ginebra servida en guampas. Yo
también conozco su patria, general, donde le recuerdan bien, contestó Bennet
mientras culminaba los preparativos para realizar el retrato. El general, con
semblante sombrío, miró otra vez las negras nubes que amenazaban desde el este.
Yo no tengo patria, murmuró.
Listo, creo que podemos proceder. Bennet estaba regulando el lente de su
cámara y trataba de enfocar bien al anciano general. Con eso me va a retratar,
preguntó con genuina curiosidad. Habían colocado un sillón de alto respaldo
bajo los sauces, donde tomó asiento. Sus ojos, ya cansados, solo distinguían
una caja de madera con un agujero y un cilindro en el medio, sobre un pedestal
de tres patas y con una lona negra del otro lado, donde el fotógrafo estaba
manipulando una placa de metal. Su imagen va a quedar impresa en esta placa,
explicó Bennet. La luz entra a través de esta lente y se proyecta en la placa
que está impregnada de sustancias químicas y retiene la imagen. Solo tiene que
quedarse quieto unos pocos minutos hasta que el proceso culmine.
Bennet se inclinó en la parte de atrás de la cámara, se puso la lona sobre
la cabeza y los hombros para evitar que se filtrara luz, miró a través del
visor y enfocó al general. Del otro lado, la imagen de un anciano distinguido,
ya algo escaso de cabello en lo alto del cráneo, pero abundante a los costados,
que caía como algodón sobre el cuello de la levita, con el rostro surcado de
arrugas, curtido y endurecido por los años a la intemperie y adornado de largas
y blancas patillas se fue formando sobre la placa.
Y le gusta este país, tiene pensado quedarse mucho, preguntó el general,
mirando hacia el horizonte. No mucho, contestó el artista. En realidad, estoy
de paso, mi destino ahora es Caracas. Luego de unos años en Buenos Aires, ya no
me queda nadie a quien fotografiar, bromeó. El general recordaba todavía su
corto paso por esa ciudad, cuando ofreció su espada al nuevo gobierno criollo
para librar batalla al otro lado del río. No se pusieron de acuerdo, aspiraban
a destinos contradictorios y al corto tiempo eran sus espadas las que chocaron.
Y usted por qué se ha quedado, preguntó Bennet. El anciano general
entrecerró los ojos. De vez en cuando le venían ensoñaciones, rumores de los
tiempos idos. Podía ver con claridad a sus queridos charrúas y guaraníes. Con
ellos, con los gauchos libres, los contrabandistas de la frontera y con los
negros libertos se entendía bien, mejor que con la gente de la capital. Por qué
me he quedado, se dijo en voz baja, casi en un susurro. Todavía recordaba el
desaliento al cruzar la frontera, derrotado y perseguido por antiguos aliados,
pedir refugio y encontrar la desconfianza y la confinación decretada por el
Supremo Dictador y los años sobreviviendo en Curuguaty con lo justo. Si
entonces me iba, no tenía donde encontrar refugio. Si hoy lo hiciera, tampoco.
No sé qué haría en un país que no es el mío, donde mis paisanos no se entienden
entre sí. Aquí, entre estos sauces, estoy en casa.
Por un instante miró al artista escondido bajo la lona. Quizás en otra
época envidiara su libertad. Me quedé, le contestó, porque le prometí al doctor
Francia que no me iría, ya que él fue muy generoso al darme un estipendio. Y he
cumplido.
Listo, ya hemos terminado, su excelencia, dijo Bennet luego que comprobara
que el proceso se había concluido. El general comenzó a ponerse de pie con la
ayuda de su bastón. Qué excelencia ni qué carajos, dijo casi con una sonrisa
más parecida a una mueca. Puede guardar esos títulos para otras personas,
m’hijo. Y ese retrato, cuando lo podré ver, preguntó. Bennet tartamudeó un
poco. Mañana en la tarde se lo puedo alcanzar a su casa. No será necesario,
intervino la esposa del presidente. Tráigamelo junto al resto de los retratos
que yo me encargo de llevárselo al general. El anciano la tomó del brazo y con
paso lento se alejaron en dirección de la casa, no sin antes despedirse del
artista y desearle un buen viaje. Ya comenzaban a caer las primeras gotas.
El destino de los objetos es siempre incierto. El daguerrotipo pasó por
tantas manos, fue de mucha gente y de nadie, que su rastro se ha perdido. Como
tantas cosas.
Nota: publicado en “El monje y la
pulga” y otros relatos, (V Premio de Hislibris), editado por Ediciones
Evohé, España, 2013.
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