domingo, 27 de agosto de 2017


El anciano general llegó temprano a la cita
A Ana Ribeiro
El anciano general llegó tempano a la cita. Montaba un manso jamelgo pardo, de paso lento y cansino, quizás tan viejo como su jinete. Lo fueron a buscar el domingo de mañana, luego de misa. Le habían prestado unas ropas para la ocasión, una camisa blanca almidonada, un pañuelo de seda, una levita oscura. El general miró esas prendas con algo de desconfianza. Hace mucho que no me visto como la gente de la ciudad, pensó. Ya casi no recordaba el tiempo cuando, siendo un oficial del regimiento de Blandengues, asistía a los bailes de sociedad en la lejana capital engalanado con su uniforme azul que tanto deslumbraba a las damas. Cuánto tiempo ha pasado, se asombró.
Desmontó con cuidado, ayudado por un sirviente de la casa del presidente López. Gracias, m’hijo, murmuró cuando sintió, algo mareado por la cabalgata, que pisaba el suelo pedregoso con poca firmeza. Me siento como en alta mar, cada día las piernas me flaquean un poco más. Será que me estoy volviendo viejo.
Buenos días, don José. La voz que le rescató de su barullo fue la de doña Juana, la esposa del presidente, quien no bien vio llegar al jinete, bajó de la balconada de la casa para recibirlo. El general, luego de palmotear con cariño a su caballo, se apoyó en el bastón y tomó del brazo a la dama para poder caminar sin problemas. Es una hermosa mañana, niña, dijo con un silbido que se escapaba de entre sus vacías encías. Y dentro de un rato va a llover, agregó, al observar unas nubes cargadas que venían del lado del Brasil.
Hoy está su merced muy buen mozo, como para un retrato, lisonjeó la dama al encaminarse con pasos cortos al jardín. Don José, prendido de su brazo, murmuró algo ininteligible. Le habían avisado en la víspera que un artista famoso, venido de Europa, estaba realizando retratos con una técnica nueva, inmortalizando tanto a gente de fama como a simples desconocidos sin lápiz o pinceles. Y para qué quiero yo un retrato, se preguntó el general. Hace un tiempo largo, no recuerdo cuanto, vino alguien de visita y mientras hablábamos, dibujó mi perfil. Yo no le presté atención, mi apariencia hace tiempo que ha dejado de preocuparme. Pero agradecí la charla. En estos veintitantos años, pocas veces he tenido la ocasión de enterarme de las cosas del mundo.
El jardín de la casa del presidente López era muy amplio, con un prado verde de vida bulliciosa a causa de las lluvias, adornado con exuberantes plantas tropicales e ibirá-pitás. Las flores y los árboles crecían casi por capricho. El general, venido por la fuerza de la necesidad desde las más áridas tierras del sur, se asombró al principio por el calor y la humedad, por esas tormentas que se forman en menos de un minuto, descargan su vientre como si fuera el fin del mundo y se rinden frente a un sol abrasador. El ritmo de la vida y la muerte de ese extraño país estaban marcados por las crecidas del Paraná. Los campos anegados, los pueblos aislados, el ganado ahogado. Sin embargo, qué lindo que se está aquí, solía pensar el general, a pesar de las penurias y las miserias.
Así que usted me va a retratar. Bennet, el fotógrafo norteamericano, había instalado sus bártulos al final de un sendero, al lado de una fuente de mármol. Cerca se mecían los sauces. Luego nos tomamos un refrigerio, que mi marido ya está por venir, dijo doña Juana. A esa hora, todavía estaban a la sombra, pero el calor comenzaba a crecer y los moscardones zumbaban desde antes del amanecer. Alto, con el pelo encrespado y largas patillas oscuras, sudando y escurrido dentro de un traje para otra estación, el artista saludó al anciano con una inclinación de cabeza. Le conocía de fama. En su paso por Buenos Aires, donde residió un par de años maravillando a sus lugareños con la novedad del daguerrotipo, y en algunas visitas esporádicas a Montevideo, ya le habían hablado del anciano general, exiliado luego de su derrota, internado en pobres condiciones en tierras paraguayas. El nombre de Artigas todavía se escuchaba en las tertulias. Tanto sus defensores como sus muchos detractores le tenían presente. Comenzaba a ser parte de la leyenda.
Ahora, esa leyenda le estaba mirando con curiosidad. Bennet pudo distinguir unos ojos claros detrás de las arrugas que surcaban su rostro. Alguna vez había sido un hombre alto, de porte fuerte y distinguido. Al final de su vida, el general trataba de mantener su estampa, aunque caminara ya algo encorvado y debiera ayudarse con un bastón. Seguía saliendo a pasear a caballo, solo o con algún amigo, de los pocos que conservaba. A veces, el presidente y su hijo le acompañaban. Hablaban de los hechos de la política local, recordaban viejas luchas, fumaban y tomaban una copita de ginebra.
Usted viene de lejos, preguntó. En efecto, vengo de Francia, pero nací en Estados Unidos. El general entrecerró los ojos, como si quisiera fijar una imagen en su retina. Algo parecido hacía la cámara de Bennet, solo que ésta captaba, en una placa de metal, imágenes estáticas, momentos irrepetibles. Las imágenes que retenía el general eran también irrepetibles, pero más antiguas, portaban colores casi olvidados, sonrisas de paisanos pobres, indios poco afectos a las palabras, silencios poblados con el rostro de una mujer o de muchas. A los sarrateas hubiera preferido olvidarlos.
El suyo es un país muy interesante. El general recordaba haber leído algunos comentarios sobre las leyes y la sociedad del país del norte. En su juventud, acompañando a un funcionario español cuyo trabajo era demarcar y establecer pueblos en la frontera con Brasil, alrededor del fuego de un campamento improvisado supo de las revoluciones, de los reyes derrocados, de los derechos de los pueblos. Leyes, principios e ideales circulaban y se mezclaban junto a los trozos de asado y generosa ginebra servida en guampas. Yo también conozco su patria, general, donde le recuerdan bien, contestó Bennet mientras culminaba los preparativos para realizar el retrato. El general, con semblante sombrío, miró otra vez las negras nubes que amenazaban desde el este. Yo no tengo patria, murmuró.
Listo, creo que podemos proceder. Bennet estaba regulando el lente de su cámara y trataba de enfocar bien al anciano general. Con eso me va a retratar, preguntó con genuina curiosidad. Habían colocado un sillón de alto respaldo bajo los sauces, donde tomó asiento. Sus ojos, ya cansados, solo distinguían una caja de madera con un agujero y un cilindro en el medio, sobre un pedestal de tres patas y con una lona negra del otro lado, donde el fotógrafo estaba manipulando una placa de metal. Su imagen va a quedar impresa en esta placa, explicó Bennet. La luz entra a través de esta lente y se proyecta en la placa que está impregnada de sustancias químicas y retiene la imagen. Solo tiene que quedarse quieto unos pocos minutos hasta que el proceso culmine.
Bennet se inclinó en la parte de atrás de la cámara, se puso la lona sobre la cabeza y los hombros para evitar que se filtrara luz, miró a través del visor y enfocó al general. Del otro lado, la imagen de un anciano distinguido, ya algo escaso de cabello en lo alto del cráneo, pero abundante a los costados, que caía como algodón sobre el cuello de la levita, con el rostro surcado de arrugas, curtido y endurecido por los años a la intemperie y adornado de largas y blancas patillas se fue formando sobre la placa.
Y le gusta este país, tiene pensado quedarse mucho, preguntó el general, mirando hacia el horizonte. No mucho, contestó el artista. En realidad, estoy de paso, mi destino ahora es Caracas. Luego de unos años en Buenos Aires, ya no me queda nadie a quien fotografiar, bromeó. El general recordaba todavía su corto paso por esa ciudad, cuando ofreció su espada al nuevo gobierno criollo para librar batalla al otro lado del río. No se pusieron de acuerdo, aspiraban a destinos contradictorios y al corto tiempo eran sus espadas las que chocaron.
Y usted por qué se ha quedado, preguntó Bennet. El anciano general entrecerró los ojos. De vez en cuando le venían ensoñaciones, rumores de los tiempos idos. Podía ver con claridad a sus queridos charrúas y guaraníes. Con ellos, con los gauchos libres, los contrabandistas de la frontera y con los negros libertos se entendía bien, mejor que con la gente de la capital. Por qué me he quedado, se dijo en voz baja, casi en un susurro. Todavía recordaba el desaliento al cruzar la frontera, derrotado y perseguido por antiguos aliados, pedir refugio y encontrar la desconfianza y la confinación decretada por el Supremo Dictador y los años sobreviviendo en Curuguaty con lo justo. Si entonces me iba, no tenía donde encontrar refugio. Si hoy lo hiciera, tampoco. No sé qué haría en un país que no es el mío, donde mis paisanos no se entienden entre sí. Aquí, entre estos sauces, estoy en casa.
Por un instante miró al artista escondido bajo la lona. Quizás en otra época envidiara su libertad. Me quedé, le contestó, porque le prometí al doctor Francia que no me iría, ya que él fue muy generoso al darme un estipendio. Y he cumplido.
Listo, ya hemos terminado, su excelencia, dijo Bennet luego que comprobara que el proceso se había concluido. El general comenzó a ponerse de pie con la ayuda de su bastón. Qué excelencia ni qué carajos, dijo casi con una sonrisa más parecida a una mueca. Puede guardar esos títulos para otras personas, m’hijo. Y ese retrato, cuando lo podré ver, preguntó. Bennet tartamudeó un poco. Mañana en la tarde se lo puedo alcanzar a su casa. No será necesario, intervino la esposa del presidente. Tráigamelo junto al resto de los retratos que yo me encargo de llevárselo al general. El anciano la tomó del brazo y con paso lento se alejaron en dirección de la casa, no sin antes despedirse del artista y desearle un buen viaje. Ya comenzaban a caer las primeras gotas.
El destino de los objetos es siempre incierto. El daguerrotipo pasó por tantas manos, fue de mucha gente y de nadie, que su rastro se ha perdido. Como tantas cosas.
Nota: publicado en “El monje y la pulga” y otros relatos, (V Premio de Hislibris), editado por Ediciones Evohé, España, 2013.

sábado, 19 de agosto de 2017


La carta de Tomás

 

El cardenal avanzó por el pasillo del palacio, precedido por un guardia armado que portaba una luz. Había rechazado la compañía del camarlengo. El asunto que traía requería del menor número de testigos posible.

Era de madrugada, no habían llamado todavía a laudes. El sol tardaría un par de horas en romper la oscuridad de la noche. Ya se anticipaban los rigores de un invierno que se estaba anunciando en los campos y en las ciudades. La gente se aprovisionaba de leña, de cabos de vela, de alimentos y abrigos, que nunca eran suficientes. Miles morirían de frío, otros tantos de hambre.

A pocos pasos de su meta, el cardenal ordenó al soldado detenerse y esperarle. Nadie, salvo él mismo, tenía permiso para pasar. Tomó la trémula luz, pegó contra su pecho la carpeta de cuero que traía consigo y se aproximó a la puerta. Golpeó con los nudillos una o dos veces, con mucha suavidad. No obtuvo respuesta. Con el sigilo de un ladrón abrió la puerta, entró y la cerró a su espalda.

El dormitorio estaba sumido en la penumbra. Le alumbraba solo la escasa luz que provenía de la estufa, cuya brasa todavía no se habían terminado de consumir. Era poco lo que se podía distinguir en la oscuridad, pero el cardenal conocía de memoria ese lugar: dos sillones junto a la estufa, separados por una mesita baja, la silueta de un escritorio cerca de la ventana, cubierto de papeles, documentos, sellos y un crucifijo de oro, una alfombra mullida y rica en arabescos. Cruzó el dormitorio sin prisas. Al otro lado, en lo más oscuro de esa estancia, se adivinaba una cama grande detrás de un cortinado de terciopelo que colgaba de un dosel. Había ropa tirada junto a la cama y sobre una silla. Y la vajilla de porcelana en una bandeja junto a una pata de la cama atestiguaba los restos de una cena suculenta. Detrás de la cortina se podía sentir un ronquido sordo.

-          Su Santidad… - murmuró el cardenal.

No obtuvo respuesta, salvo otro profundo y prolongado ronquido. El cardenal no se inmutó. Estaba acostumbrado a despertar al Papa a cualquier hora que fuese necesario. El gobierno de los Estados Pontificios y de la Cristiandad no conocía de lugares ni de horarios. En especial si el tema que traía entre manos era de una urgencia tal que debía ser resuelto con premura.

Repitió el llamado, precedido por un sonoro carraspeo. El ronquido al otro lado del cortinado de la cama se interrumpió. El cardenal sintió el murmullo del roce de las sábanas e imaginó al Papa saliendo pesadamente de su sueño, abriendo apenas los ojos para adivinar el resplandor de la vela que portaba el cardenal y chasqueando la lengua reseca.

-          Ah, eres tú, Giovanni…

El cardenal mantuvo su distancia y un discreto silencio. Sintió que el Santo Padre se incorporaba en la cama y que daba una orden seca. Alguien bajó por el otro lado, amparado en la oscuridad. Al tiempo que encendía otra vela para iluminar mejor la estancia, el purpurado percibió una sombra que desaparecía por una puerta escondida detrás de un tapiz veneciano. No pudo distinguir si era una monja o un joven novicio.

-          Te hemos estado esperando con impaciencia.

La voz del Sumo Pontífice surgía como desde el fondo de una caverna. Corrió el cortinado con una mano y quedó un instante tendido en la cama, casi despatarrado, cubriendo con un pliegue del edredón de plumas aquello que, con seguridad, fuera objeto de devota dedicación por parte de su invitado nocturno.

-          Los trabajos del traductor recién han terminado, Santidad.

¿Cómo es posible que este hombre no sienta frío?, pensó el cardenal, al tiempo que el Papa se levantaba no sin dificultad de la cama y cubría su desnudez con un albornoz otrora blanco, ahora manchado con alguna salpicadura de vino y otras sustancias no identificables. Era conocido por su vitalidad, por lo bien que llevaba su cincuentena, dedicados con ahínco y vigor a la guerra y al servicio de la Santa Iglesia. Pero los años de sacrificios por defender la Verdad de los embates de los enemigos de la Iglesia comenzaban a hacerse sentir: un ligero, casi imperceptible temblor en la mano derecha, los cabellos que comenzaban a tornarse del color de la ceniza, un esfuerzo cada vez mayor para mantener firme y enhiesto su rigor viril.

Se levantó de la cama, enfundó sus pies en unas pantuflas afelpadas y caminó hasta el biombo, al otro lado de la habitación.

-          Giovanni, hazme el favor, enciende algunas otras velas y echa un leño a la estufa, que la noche se ha puesto fresca y debes sentir frío.

El cardenal cumplió la orden mientras el Papa terminaba de orinar.

-          Y sírveme una copa de vino, que he despertado con el sabor amargo en la boca.

No habían pasado cuatro meses todavía, cuando a oídos del cardenal llegó la noticia proveniente de sus espías: los documentos estaban llegando de Oriente. La pista había surgido casi por casualidad dos años antes. Un agente de la Iglesia al servicio privado del Cardenal, quien trabajaba encubierto bajo la personalidad de un mercader de telas, en su recorrido por los puertos del Mediterráneo oriental, casi vedados para los cristianos luego de la jornada de Lepanto, supo de un monasterio consagrado a San Gabriel, en el corazón del Turco, que guardaba entre sus reliquias un antiguo texto, copia, a su vez, de otro más antiguo y esquivo. Si las fuentes eran confiables, el original databa de los mismos comienzos del cristianismo. Los monjes, para preservar la seguridad del mismo, negaban la existencia de ese documento, pero se sabía que lo guardaban celosamente en su biblioteca. Todos los esfuerzos que el Cardenal hizo para persuadir a los monjes de entregarle ese texto fueron infructuosos. De nada sirvieron las ofertas de apoyo económico o el invocar la autoridad del Papa. Los monjes se mostraron inflexibles respecto de confirmar la existencia misma del manuscrito. No hubo más remedio de recurrir a otros métodos más drásticos.

Era fama que el único texto conocido de igual signatura versaba sobre la Vida de Jesús, uno que, como muchos, había quedado fuera de la lista oficial en Cartago y Alejandría. Se le conocía de referencias hechas por algunos Padres de la Iglesia, pero ninguna copia había sobrevivido a la quema y la incautación. Este otro, sin embargo, era distinto y controversial. Los monjes habían hecho bien en cuidarlo durante siglos. Hicieron su trabajo con tanta maestría, que a la Santa Madre Iglesia le había llevado también siglos para enterarse de su existencia. Pero no fue tan lenta al momento de hacerse de la única copia, guardada con celo en los recovecos de la biblioteca del monasterio. Los ladrones a sueldo del cardenal, sin embargo, nunca lograron ver el original ni supieron dónde podía estar escondido.

Esa copia robada viajó a Occidente hasta llegar a manos del cardenal Giovanni. Se trataba de unos papiros antiguos, escritos en copto, a los que les faltaban algunas partes comidas por las polillas o el tiempo. Sin pérdida de tiempo, Giovanni asignó al padre Josephos, que provenía de Alejandría y conocía el idioma de los cristianos coptos, para que tradujera el códice. Le hizo jurar, también, mantener el más absoluto silencio respecto de su trabajo y de su contenido. Le trasladó a una austera habitación en su propio palacio y le hizo vigilar día y noche.

-          Dominus vobiscum, Giovanni.

-          Et cum spiritu tuo, Su Santidad… - contestó el cardenal, entregándole una copa de vino.

-          ¿No me acompañas? Ah, es verdad: salvo el vino consagrado, tú no bebes… ¿Esos son los documentos?

El cardenal había dejado la carpeta de cuero sobre la mesa, antes de poner un leño en la estufa y servirle al Papa su vino. Se apresuró a hacerse con la carpeta mientras el Vicario de Cristo tomaba asiento en uno de los dos sillones, dándole la espalda.

-          Aquí están los documentos, Santidad, y esta es la traducción – dijo al entregarle unos papeles. - Debo hacer la advertencia de que su contenido va a turbaros mucho.

-          ¿Ya lo has leído, Giovanni?

-          Sí, he debido hacerlo mientras el traductor avanzaba en su trabajo.

-          Bien… - dijo el Papa, sorbiendo el vino que sobró de su cena y comenzando a leer los documentos que el cardenal le alcanzó.

-          Toma asiento delante de mí, Giovanni. Disfruta de este hermoso calor… - ordenó el Papa, al tiempo que el cardenal se acercaba a la estufa para calentar sus manos. Obedeció la orden y observó que el Papa tenía alguna dificultad para leer. Parecía no poder concentrar bien la vista, alejaba los papeles o los acercaba para tratar de descifrar la caligrafía del padre Josephos. Solo se interrumpió para tomar un largo trago de su vino.

-          Tomás, el Mellizo… - dijo, levantando la vista de los papeles y clavándola en el cardenal.

-          Sí, Santidad, él mismo.

-          Debo confesarte sin ninguna vergüenza, que desde el momento en el cual me comunicaste el hallazgo de estos papiros y del posible contenido, no he podido dormir bien y mi buen juicio para manejar los asuntos de la Cristiandad está envuelto en una bruma. Un texto auténtico, firmado por Santo Tomás, sí que es para ver y creer… Pero antes hazme el favor, Giovanni, de ponerme en antecedentes. ¿Son reales estos documentos? ¿No son otra falsificación, otra de las miles que circulan en la Cristiandad?

-          Su Santidad, si bien es cierto que están circulando en nuestras comunidades más clavos que aquellos que se usaron para colgar a Cristo de la Cruz y tantas astillas de la Vera Cruz como para fabricar varias de ellas, por la procedencia de estos papeles puedo aseguraros de que son reales. Es una copia fidedigna de una carta redactada por Santo Tomás, en su estadía en Oriente Lejano.

-          Esto confirmaría, Giovanni, muchas cosas…

-          Es verdad – respondió el cardenal -, muchas dudas y suposiciones que los Doctores de la Iglesia han tenido por siglos podrían tener una respuesta si este documento ve la luz…

El Papa le interrumpió con un gesto. Era evidente que no estaba disfrutando la lectura.

-          “Yo, Judas Tomás llamado el Mellizo, hermano de Jesús y su discípulo, les saludo desde el camino de Kerala…” ¿Hermano de Jesús? Extraña manera de presentarse. ¿De quién sería mellizo Tomás…? - Siguió leyendo en silencio, solo interrumpido por algún acceso de tos. - Gondofares… ¿Lo conocemos, Giovanni?

El cardenal se levantó, calentó sus manos en el fuego y se aclaró la voz antes de contestar.

-          Gondofares había sido un rey en un pueblo que llamaban Kabul. Dice la leyenda que Tomás llegó a la corte de este rey luego de haber sido capturado y vendido como esclavo. Son realmente pocas las cosas que conocemos de Santo Tomás, pero la tradición dice que evangelizó en la India. Este texto lo comprueba, Santidad. Está escrito en el sur de ese país y fue dirigido a una comunidad cristiana en Kabul, en el norte, en medio de las montañas. Al parecer, este rey Gondofares le recibió y le liberó luego de escucharle hablar sobre Cristo nuestro Señor.

-          Debe haber sido un hombre elocuente, nuestro Tomás, ¿no te parece, Giovanni? Una persona así nos sería muy útil en estos días de depravación y desviación de las doctrinas de nuestra Santa Iglesia. Sobre esa mesa tengo algunos escritos que estoy preparando para combatir la herejía. Ya no se trata solamente de usar las armas de fuego, los arcabuces y la pólvora… Ya no es suficiente el miedo que infunden nuestros inquisidores. Es necesario difundir la palabra de la Santa Iglesia para erradicar la peste de la herejía. Junto al brazo secular debe estar la palabra de Dios. Sí, Tomás nos hubiera sido muy útil en estas circunstancias.

Volvió a la lectura. El ceño fruncido y el gesto para que el cardenal le sirviera más vino era una muestra que aquello no le gustaba. El cardenal tomó asiento una vez más, acercó el sillón un poco al fuego, se acomodó lo mejor que pudo y esperó.

Pasaron quizás cinco minutos. El Papa desvió la mirada de la lectura. Había repasado el escrito varias veces.  Con la mente quizás a miles de leguas de donde él se encontraba sentado, sorbió un poco más de su vino y se encerró en un extraño mutismo, con lo ojos clavados en las llamas de la estufa.

-          El vino está amargo, Giovanni… - murmuró al cabo de un rato, casi hablando consigo mismo.

-          Lo sé bien, Santidad.

El Papa desvió sus oscuros ojos del fuego y los clavó en el cardenal. Su mirada había cambiado. Ya no era el hombre que gobernaba con mano firme la cristiandad, a cuyos pies se postraban reyes y emperadores. El de esa hora helada de la madrugada solo era un hombre con miedo.

-          Giovanni, ¿tú leíste esto? ¿Lo leíste bien? – preguntó el Papa.

-          Sí, Santidad, lo leí bien. Y comparto vuestro temor – respondió el cardenal.

-          Es mucho más que simple temor lo que siento, Giovanni. ¡El edificio entero de la Santa Madre Iglesia se puede derrumbar como un castillo de naipes barrido por la brisa si este documento es conocido! – gritó el Papa, con la voz quebrada, y leyó en voz alta. – “Le vi por última vez en el cruce de caminos, bastante lejos ya de Damasco. Él, con sus heridas todavía doliendo y rodeado de tres discípulos y varias mujeres, tomó el camino que le conducía a la morada de la nieve. Yo me interné en el desierto del sur. Nos despedimos con dolor ya que sabíamos que no nos volveríamos a ver…” Todo el palabrerío, los sermones y consejos están bien… pero ¿cómo podríamos aceptar que Tomás escriba que recuerda la última vez que vio a nuestro Señor en medio de las montañas, como si nuestro Jesús, el que todos conocemos y veneramos como Hijo de Dios, no hubiese muerto muchos años antes de ello y jamás hubiera viajado fuera de Judea?

El cardenal guardó silencio un instante. Luego de ello, habló.

-          Su Santidad sabe bien que no tenemos seguridad de que eso fuera así… - Su voz sonaba calmada, hasta fría. En otras circunstancias, esas solas palabras hubieran bastado para que el cardenal fuera condenado a la hoguera. Pero él sabía que de esas cuatro paredes no iba a salir ni el eco de esa conversación. - Los escritos que hemos mantenido ocultos, de los primeros doctores y estudiosos, no mencionan la muerte y resurrección de Cristo. Las copias que guardamos de cartas, epístolas y evangelios atribuidos a nuestros Santos no le mencionan levantándose de su tumba. Alguno, incluso, juega con la idea de la resurrección como si hubiese padecido una enfermedad y se hubiera recuperado de ello, pero no mencionan la ascensión a los cielos. Y muchos viajeros de Oriente en todos estos siglos han traído noticias de leyendas que cuentan la historia de un hombre extraño que vivió en esos lugares hasta morir, al que le atribuyen poderes divinos y que no dudan en identificar como Jesús… nuestro Jesús Cristo.

-          Sí, Giovanni, yo lo sé bien, y tú lo sabes bien… ¡pero ellos no! – contestó el Papa, señalando con su trémula mano a la oscuridad. – Somos conscientes que hay muchos agujeros en la historia, demasiados espacios vacíos y contradicciones que hemos llenado con nuestros dogmas, con algunas medias verdades y muchas mentiras completas. Nos ha servido bien la leyenda de Jesús. Pero un texto auténtico, que ratifique lo que muchos sospechan, es otra cosa muy distinta y peligrosa. Sería el fin de la Santa Iglesia y de la Cristiandad. Solo imagínate la escena: reunimos a los reyes, a los príncipes, a los emperadores de Occidente, de Oriente, a todas las putas, pervertidos y proxenetas de cada rincón del planeta, y les anunciamos con la mayor solemnidad posible que Jesús, el Mesías, el hijo de la Virgen, el que vino a redimirnos de nuestros pecados, no murió en la Santa Cruz, no retornó de entre los muertos ni ascendió a los cielos sino que sobrevivió a sus heridas, huyó de Judea hacia el este y se encaminó a terminar sus días en las montañas del norte de la India…

-          Es probable – sonrió el cardenal – que les estuviéramos diciendo la verdad.

-          ¿La verdad? ¿La verdad? Nadie puede manejar la verdad. ¡Nadie puede vivir con la verdad! En especial si esa verdad es el mejor vehículo para nuestra destrucción.

El cardenal se levantó, tomó con cuidado la carpeta y con paso lento se dirigió al escritorio del Papa.

-          Ya me puedo imaginar a los Sarracenos quienes, aprovechando la debilidad de nuestros ejércitos por la falta de una Fe Verdadera en la cual creer y que les sostenga en la batalla, arrasen nuestras tierras asesinando y violando e instalando una mezquita en San Pedro… - dijo el Papa, luego de un acceso de tos.

El cardenal buscó en el escritorio los elementos que necesitaba. No era fácil habida cuenta de la cantidad de papeles y documentos diseminados sin orden alguno sobre la superficie del mueble. Al final, encontró lo que buscaba.

-          Nadie debe conocer esto, Giovanni, nadie… La existencia de la Santa Madre Iglesia depende de que estos papeles no vean la luz del día.

-          Son sabias vuestras palabras, su Santidad. Nadie debe conocer esto.  Un secreto entre dos es un secreto compartido con demasiadas personas.

-          ¿Quiénes están al tanto de esto? -, preguntó el Papa, en medio de otro ataque de tos.

-          Solo tres personas, Santidad. El traductor, vos mismo y yo… - contestó el cardenal, mientras calentaba la cera bajo el fuego de una vela. – En realidad, a esta hora ya somos solo dos, Santidad…

-          Bien, Giovanni, bien… Dime, ¿cuántas copias hay de este documento?

-          Existe solo una copia de esos documentos y es la que tenéis entre manos, Santidad – mintió.

El cardenal cerró bien la carpeta, que guardaba los papiros originales en copto y la traducción hecha por el padre Josephos, y aplicó la cera en tres lugares distintos. Luego procedió a sellarla con el signo del Papa, de manera que solo otro pontífice estuviera autorizado a abrir la carpeta. Donde el cardenal había planificado depositarla, era probable que pasaran varias centurias antes que volviera a estar en el escritorio del Vicarius Christi.

Esperó unos momentos a que la cera se enfriara. Mientras tanto, el Papa tuvo otro acceso de tos, más violento que los anteriores. Por un momento parecía que estuviera a punto de dejar sus pulmones sobre la mesa. De repente, un quejido sustituyó la tos. Luego el silencio. La copa rodó por la alfombra hasta la estufa.

Ya está, pensó el cardenal. Consummatum est.

Tomó la carpeta y se acercó al Papa. Un hilo de baba le corría por la comisura de los labios y el mentón. Sus ojos abiertos miraban al vacío. El cardenal se los cerró, tomó los papeles que todavía mantenía apretados con un puño, se acercó a la estufa y los echó al fuego. Luego recorrió la habitación, apagando las velas.

Antes de salir, el cardenal anticipó algunos cambios en el mobiliario de la misma, por si fuera investido como Vicario de Cristo. Detestaba los tapices venecianos, pero más aún las puertas que estos ocultaban.

-          Teníais razón, su Santidad: el vino estaba un tanto amargo – murmuró en forma lacónica.

Cerró la puerta detrás de si y desapareció por el corredor, precedido por el guardia que portaba la luz.